Sáhara, el grito del exilio


Mírame siempre
Trata de entenderme,
Ver mi destino como el tuyo.
Nunca dejes de observarme,
Si lo haces, habremos desaparecido…
Ali Salem Iselmu



En la hamada, en lo más inhóspito del desierto del Sáhara, al sur de Argelia, 125.000 refugiados sobreviven como pueden desde hace ya 33 años, olvidados por la comunidad internacional y aferrados a la esperanza, cada vez más débil, de ser libres y regresar algún día a su país, el Sáhara Occidental, ocupado por Marruecos en 1975. El ejército marroquí bombardeó sin piedad a la población civil y miles de saharauis tuvieron que huir, dejando atrás sus hogares y todas sus posesiones, cruzando la frontera hasta llegar a unas dunas pedregosas que ya nunca pudieron abandonar. 


La historia es de sobra conocida, para vergüenza de nuestro país, que tras la muerte del dictador, dejó que la monarquía marroquí y Mauritania se repartieran su antigua colonia como si de un pastel se tratara. El Polisario declaró la guerra a ambos países y si bien los mauritanos optaron pronto por llegar a un acuerdo, no ocurrió lo mismo con Marruecos. La guerra duró hasta 1991, cuando se firmó un alto el fuego y las Naciones Unidas intervinieron, estableciendo un plan de paz que incluía la necesidad obligada de convocar un referéndum para que el pueblo saharaui pudiera optar democráticamente entre la autodeterminación o la anexión. Un referéndum que nunca se ha celebrado porque Marruecos, a sabiendas de cuál sería el resultado, lo ha obstaculizado una y otra vez con triquilueñas.


Mientras, en el desierto argelino los refugiados tuvieron que acostumbrarse a convivir con la nada exasperante de un terreno donde resulta prácticamente imposible cultivar algo productivo y donde los únicos animales capaces de sobrevivir con poco alimento y aún menos agua son las cabras y los camellos. Al principio la ayuda internacional fue importante, proporcionando jaimas (tiendas de campaña), ropa, alimentos y agua embotellada. Cientos de ONG de toda Europa, especialmente de España, se volcaron y se han volcado solidariamente con los exiliados.


A la vista de que la solución no parecía estar cerca, los saharauis no tuvieron más remedio que adaptarse. Con admirable dignidad y fortaleza, no sólo salieron adelante y sobrevivieron. Con o sin ayudas, levantaron campamentos en cuatro wilayas o regiones -Aaiun, Dajla, Smara y Auserd- alrededor de la ciudad argelina de Tindouf, los dotaron de escuelas y dispensarios y crearon una estructura organizativa que nada tiene que envidiar a la de un país real. Un país en el exilio, con su gobierno, su parlamento, su división regional, sus autoridades locales, sus embajadas en otros países…


Las mujeres tuvieron un destacado papel en la organización de los campamentos mientras los hombres estaban en el frente, lo que las dotó de un respeto especial y de una autonomía inusual en otros países árabes. De hecho, muchas mujeres jóvenes han ido a la universidad -Cuba y Rusia primero y ahora fundamentalmente Argelia-, igual que los hombres jóvenes. Los saharauis son musulmanes, pero moderados y, al menos hasta ahora, la religión no ha tenido un papel destacado en el poder político saharaui ni en los campamentos.

Sueño
Ven
Sed
Madre
Nosotros
Mujer en el exilio
Tesoro perdido
En las grietas
Me iré
Cuna de mi infancia.
(Saleh Abdalahi Hamudi)



Dos visitas, dos miradas


He tenido la oportunidad de visitar los campamentos saharauis en dos ocasiones, por motivos de trabajo pero encantada de poder disfrutar de semejante privilegio. La primera fue en 1999, la segunda en 2006. Lo que ví y viví en ambos momentos fue en cierto modo igual y al mismo tiempo completamente diferente. En 1999, la hoguera de la esperanza todavía crepitaba con alegría en el corazón de los refugiados. Siete años después, las ilusiones se esfumaban entre las dunas doradas y el susurro del viento. En ambas ocasiones, me he sentido indignada y horrorizada: ¿Cómo puede permitir el mundo que estas personas tengan que vivir, si es que se puede llamar vivir, en este lugar y de esta manera…?


En ambas visitas quedé maravillada por la sonrisa afable de los saharauis y su milenaria hospitalidad. Te abren las puertas de su jaima y de sus humildes vidas ofreciendo cuanto tienen, pese a ser más bien poco. La primera vez fui acogida con cariño en una jaima familiar, donde incluso habían colocado colchones para los invitados, aunque ellos durmieran directamente sobre las alfombras o el suelo.


Indescriptible la sensación de llegar a los campamentos, tras casi dos largas horas en bamboleantes todo-terrenos por carretera y desierto desde el minúsculo aeropuerto de Tindouf. Al parar al fin los vehículos, la oscuridad lo llenaba todo, sólo rota por los gritos de bienvenida de los niños que nos esperaban despiertos.


Pese a la hora, de madrugada, en la jaima nos recibieron con el té preparado y humeante y galletas argelinas. Nos dieron las tantas charlando y bebiendo té. Fuera, dos pequeños habitáculos de adobe hacían las veces de horno de pan y de “baño”, éste último un simple agujero en el suelo.


Los días posteriores recorrimos algunos de los campamentos, escuelas, dispensarios, incluso hospitales, humildes pero dignos. Todos cuantos hablaban español, sobre todo los jóvenes y muchos niños que ya habían estado en España acogidos en verano por familias de diversas comunidades autónomas, nos contaban una y otra vez su historia, sus reivindicaciones, su esperanza de volver…


El objetivo de aquella visita era inaugurar un hospital en Tifariti, lugar situado dentro de los territorios liberados por el Polisario en el Sáhara Occidental, separados de la zona ocupada por Marruecos con un largo muro repleto de alambradas e incluso de minas, al que llaman el “muro de la vergüenza”. El hospital de Tifariti tenía la misión de atender a los miles de refugiados que deberían acudir hasta allí desde los campamentos -más de 275 km. a través del desierto- para votar en el referéndum. Un claro ejemplo de que la esperanza aún vivía en el alma de la mayoría.


Muchos jóvenes, tanto chicos como chicas, nos contaban cómo se habían esforzado por estudiar carreras universitarias en Cuba o Argelia, alejados durante largos años de sus familias, y cómo estaban deseando que llegaran los nuevos tiempos en los que podrían poner sus conocimientos y experiencias al servicio de su país.


Vana esperanza. Cuando regresé a los campamentos siete años después, ya casi nadie hablaba de ello. Hacía pocos meses, además, que unas lluvias torrenciales habían destruido más de la mitad de las frágiles viviendas, arrasado jaimas y enseres y dañado seriamente escuelas y dispensarios. A pesar de los trabajos de reconstrucción, todavía se notaban los estragos. Para mi sorpresa, no eran pocos los refugiados que estaban construyendo con ladrillo. ¿Ladrillo y no adobe? ¿Ladrillo, admitir de esa manera por fin la desesperanza, que ya no es una situación provisional, que nunca saldrán de este lugar infernal e inhumano…?


No era la única diferencia. Mientras que en mi primera visita no existía más comercio que una pequeña tienda de artesanía y recuerdos para los visitantes y el dinero ni siquiera se utilizaba, esta vez pude ver numerosos comercios en todos los campamentos. Porque, como nos explicaron, las organizaciones internacionales hace tiempo que vienen reduciendo la ayuda humanitaria, hasta el punto de que ya no es posible sobrevivir sólo con ella. Por la misma razón, corrales de cabras e incluso pequeños intentos de cultivos -prácticamente imposibles en una tierra tan estéril- tratan de paliar la cada vez más difícil situación de los exiliados.


Más de uno no dudó en poner palabras a lo que todo aquello significaba: “Es una nueva estrategia de Marruecos. Quieren que los saharauis mueran de hambre. de desesperación”. Un genocidio lento y tolerado por el mundo, que, inmerso en la sociedad de consumo y del individualismo feroz, mira para otro lado.


No pude evitar sentirme embargada por una cierta tristeza, la misma que se podía percibir en los rostros de las mujeres saharauis ataviadas con sus melfas de vivos colores, la misma que se escondía entre los edificios semiderrumbados, las chatarras amontonadas y los escombros olvidados en cualquier rincón.


Pese a todo, quise creer que todavía rescoldos de esperanza permanecen entretejidos en las telas de las jaimas bañadas por la arena y entre las sonrisas y los juegos de los niños. Y en aquellos atardeceres maravillosos, en los que el sol se olvidaba del resto del mundo para bañar el Sáhara de rojo puro.


La mamá de Salem, nuestro guía, nos contaba, en una mezcla de hassania (dialecto árabe) y castellano, cómo su padre fue soldado del ejército español, aunque su pasaporte con el sello de España no le sirvió de nada, ni a él ni a su familia, cuando tuvieron que abandonar su patria a toda prisa.
¿Hasta cuándo…?


Aún vivimos en las esquinas de la nada
entre el norte y el sur de las estaciones.
Seguimos durmiendo
abrazando almohadas de piedra
como nuestros padres.
Perseguimos las mismas nubes
y reposamos bajo la sombra de las acacias desnudas.
Nos bebemos el té a sorbos de fuego
caminamos descalzos para no espantar el silencio.
Y a lo lejosen las laderas del espejismo
todavía miramos, como cada tarde
las puestas de sol en el mar.
Y la misma mujer que se detiene
sobre las atalayas del crepúsculo
en el centro del mapa nos saluda.
Nos saluda y se pierde
en los ojos de un niño que sonríe
desde el regazo de la eternidad.
Aún esperamos la aurora siguiente
para volver a comenzar”.
(Hijos del sol y del viento, poema saharaui)




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